Encrucijadas actuales del Latinoamericanismo

por Adolfo Colombres

I.

A PESAR DEL ÉNFASIS de los discursos que exaltan en nuestros países la diversidad cultural, lo cierto es que aún el Estado-nación siente que el pensamiento y escala de valores de las identidades históricas relativizan sus esquemas, encuadrados casi por completo en patrones occidentales. Y esto es así porque los sectores ilustrados, aun los más progresistas, poco han hecho por acceder a las cosmovisiones de sus propios pueblos, como si fueran piezas de museo que nada pueden aportar en la construcción de una modernidad propia, descolonizada. El respeto –real y no solo declamado– a la diversidad cultural es algo que rebasa el tema de los derechos humanos, e incluso el de la necesidad de preservar el patrimonio cultural tangible e intangible. Para América, la descomposición de sus matrices simbólicas, ya sea por la vía del mesticismo o de la globalización, significará el naufragio de su proyecto civilizatorio. Toda cultura exhibe una dimensión civilizatoria fundamental, algo así como un horizonte de legitimidad en cuyo marco se opera la innovación y la apropiación que renuevan su sistema simbólico. Salvando algunas experiencias interesantes, como las de Bolivia y Ecuador, las culturas indígenas no son tomadas en cuenta cuando se trata de proyectar el futuro, algo que tendrá pronto que cambiar, pues ellas no constituyen ya un conjunto de arcaísmos destinados a extinguirse, sino más bien las raíces y semillas del futuro de la región, y en alguna medida también del mundo entero. Y esto es así porque mientras en los otros continentes son escasas hoy las propuestas para salvar a la herencia humana y la vida del planeta, en nuestra América los movimientos indígenas y sociales se están convirtiendo en ricos laboratorios, de los que van surgiendo nuevos paradigmas para refundar el Estado, replantear la democracia, lograr la inclusión social y salvar al medio ambiente de la depredación irracional a la que está siendo sometido en nombre de los nuevos avatares de la ya anquilosada Razón imperial. El mal llamado «Primer Mundo» aún se siente la vanguardia de lo humano, pero de hecho retrocede velozmente hacia el pasado zoológico, aferrado a sus intereses mezquinos.
Gianni Vattimo, en un reportaje reciente, declaró:
«No solo creo que los socialismos latinoamericanos tienen un futuro. Creo que ellos son el futuro, hasta del posible socialismo europeo, que solamente aliándose productivamente con los líderes de izquierda de América Latina tendrá la posibilidad de construir una Europa capaz de enfrentar al poder exorbitante de los Estados Unidos y a las nuevas superpotencias neocapitalistas que se presentan en la escena del mundo actual».

Convergente con esto, el ecosocialismo representa una ruptura radical con la ideología del progreso lineal y el paradigma económico y tecnológico de acumulación indefinida del capitalismo, con la deificación de la productividad y el consumo. Esta tendencia, después de navegar por los clásicos europeos, termina haciendo pie en el Buen Vivir de los indígenas americanos, como el modelo más genuino de igualdad, democracia y bienestar común.

Amazonia peruana

A menudo me pregunto si la recurrente invocación al pluralismo y a la diversidad cultural no es un nuevo mea culpa de la tan cristiana conciencia occidental, que a lo largo de los siglos hizo lo mismo: destruir y oprimir de un modo despiadado, y luego golpearse el pecho en una confesión atenuada de sus pecados, para pecar de nuevo en la semana siguiente, en otra cruzada «civilizatoria». Y en esto vamos hacia atrás, pues en la edad de oro del colonialismo nos colonizaban con culturas prestigiosas, que en muchos casos fueron debidamente apropiadas y convertidas en parte de nuestro patrimonio simbólico. Lo que hoy nos coloniza, en cambio, no es ni siquiera una cultura, sino productos híbridos y mediáticos que banalizan el mundo, lo homogeneizan en base a meras pautas de consumo y destruyen el lenguaje, que es lo que caracteriza al Homo sapiens sapiens. Se trata entonces de algo más que de un nuevo proceso de colonización cultural, pues podríamos estar cayendo por esta vía en una verdadera mutación antropológica, en la que el hombre que desea explorar los abismos del pensamiento y los sentimientos está siendo desplazado por un homínido conformista y sin solidaridad alguna, cuyo único objetivo vital no es ya saber y producir en base a ese saber obras valiosas, sino consumir y vaciar a las pocas palabras con las que se ha quedado de su contenido de verdad: bien sabemos que para ponerlas al servicio de la mercancía es preciso abolir su vínculo con la acción. A nosotros, los herederos de antiguas civilizaciones a las que Occidente consideró bárbaras para destruirlas, colonizarlas y despojarlas, nos toca acaso hoy la penosa misión de civilizar a los civilizadores de antaño, cuya Razón devino consumista y se olvidó del hombre, de sus luchas emancipadoras, de su empeño alucinado de entrar en el corazón de las cosas. No ya para despojarlos, a modo de venganza y reparación, sino para ayudarlos generosamente a retomar el camino de la especie y aceptar el diálogo que el pensamiento único rechaza de plano.
No podemos mostrarnos indiferentes ante la comprobación de que en el siglo XX se deterioró más el planeta que en los milenios anteriores, y que, de seguir todo así, el XXI será el de la extinción de la especie, el colapso En el siglo XX se deterioró más el planeta que en los milenios anteriores, y que, a este ritmo, en el XXI se terminará de destruirla, como consecuencia de este antropocentrismo radical, que impulsa un fundamentalismo de mercado cada vez más radical en lo que hace al medio ambiente, por más que en muchos países se atenúe en lo social.

II

La rebelión de Chiapas sacó definitivamente a los pueblos originarios del pasado, de su triste papel de referencia inmóvil para medir la modernidad o «progreso» de los sectores dominantes, y los instaló en el futuro. Un futuro no solo para ellos, sino también para Nuestra América y el mundo entero, como un ejemplo a seguir y no como una imposición. El mismo día en que México traicionaba su propia historia, al firmar su pacto con Estados Unidos pensando que así ingresaba al Primer Mundo, los mayas lo rechazaron de plano, para no embarcarse en ese regreso a la barbarie, mostrándose así fieles a la gran civilización de sus ancestros, que fuera comparada con la griega.
Esta puesta en valor de las culturas de los pueblos originarios no implica circunscribir a ellos el tema de la diversidad cultural. Son nuestras raíces más antiguas, pero no las únicas, y todas ellas deben juntar sus saberes recuperados para desbrozar las sendas de nuestro despegue como civilización. Lo que he tratado hasta aquí es denunciar los nuevos avatares de la ya vieja ideología del crisol de razas, embuste que sirvió, y sigue sirviendo, para negar la persistencia de tradiciones culturales diferentes que aún luchan para hacerse visibles, reelaborando en términos actuales su matriz simbólica y recuperando su autonomía. Defender la pluralidad cultural es defender esas matrices, no fundirlas.

Ocosingo, Chiapas EZNL

Hacia el final de su vida, Darcy Ribeiro se atrevió a decir que surgimos de una negación, de la desindianización del indio, de la desafricanización del africano y la deseuropeización del europeo, pero eso, añade, no nos convirtió en seres culturalmente más ricos, sino, salvo algunas excepciones, en gente tabula rasa y hasta más pobre culturalmente que cualquiera de las matrices que destruimos de ese proceso. Lo valioso de la afirmación de Darcy Ribeiro es la idea de que lo que fue desindianizado, desafricanizado y deseuropeizado puede ser recuperado desde una conciencia residual y recompuesto. Bonfil Batalla defendió esta idea en su libro México profundo. Una civilización negada y en otros textos. O sea, nuestros pueblos originarios dan un no rotundo a la hibridación –a la que llamé alguna vez «el huevo de la serpiente»– y a la tan mentada como imposible «identidad cosmopolita», y un sí entusiasta a un pensamiento identitario fundado en el territorio, para defender de la depredación a sus lugares antropológicos, frutos de largos procesos de significación. Esto implica un rechazo a los monocultivos excluyentes, que hacen del campo un mero espacio productivo, en el que el paisaje rural, o lo que resta de él, se parece a una fábrica a cielo abierto al servicio de la inversión extranjera, con menos misterios, flora y fauna que un barrio urbano, y con muy pocas inscripciones simbólicas que merezcan ese nombre. Cuando la Constitución de Ecuador habla de los derechos de la Pachamama, señala  Sousa Santos, realiza una fusión entre el mundo moderno de los derechos humanos y los de la Pachamama, esa Tierra Madre a la que nadie puede otorgar derechos por ser la fuente misma de todos los deberes y todos los derechos, y que fija las pautas del Buen Vivir.1 Ya vimos cómo este principio vital se enfrenta con los emisarios de la muerte abstracta, que la depredan hasta agotarla y se van con su capital a otra parte, dejando a sus espaldas el desierto y basuras tóxicas.
Son los indígenas, y no los que vienen con doctorados de Estados Unidos, quienes levantan la bandera de la refundación del Estado, la que es más una demanda civilizatoria que una simple reforma política e institucional, y no solo en nombre de ellos, sino de toda América. Claro que no puede haber refundación si no se suprimen el capitalismo y el colonialismo, y tampoco sin tomar cierta distancia de la tradición crítica eurocéntrica. En Bolivia y Ecuador se hizo patente que hay un constitucionalismo desde abajo enfrentado al de tipo occidental. Ello se relaciona fuertemente con el concepto de cultura, que para los indígenas cubre todos los ámbitos de la vida y es lo central, por representar su cosmovisión. Para Occidente, en cambio, es algo ligado al entretenimiento e incumbe a los organismos de Cultura (siempre de segundo orden en nuestros países, y con escaso presupuesto), y rechaza en su miopía que el desarrollismo apoyado en la megaminería y el monocultivo ilimitado sea ecocida, etnocida y contrario a los fundamentos de nuestra civilización. Lo grave es que tal lectura  del desarrollo humano está fuertemente instalada en todos los países de la región, y no solo de los que firmaron el ALCA o coquetean con él. Nada habremos avanzado históricamente si la integración latinoamericana se basa en esta concepción heredada y nos dedicamos a destruir nuestro territorio de una manera salvaje, que avanza incluso sobre los parques nacionales de mayor biodiversidad del planeta, o sea, con más saña que los países llamados «centrales», que se abstienen de hacer en su propio territorio lo que tanto propician fuera de ellos.

Amazonia arrasada

En otras palabras, en este punto nada desdeñable que es la salvación del planeta, estamos repitiendo nuestro pecado original: tomar cierta distancia de las potencias imperiales y criticar su comportamiento en los foros internacionales, pero adoptando lo peor de sus costumbres y filosofía de vida, que nada tienen que ver con el Buen Vivir, nuestro principio civilizatorio fundamental, por la gran racionalidad que lo sustenta. Claro que el cambio no puede producirse de un día para otro, pero urge iniciar sin demora un proceso de transición hacia un desarrollo económico sustentable, pues de lo contrario nada podrá aprender el mundo de nosotros, y aquí no habrá futuro para nuestros hijos. Muchos años atrás, cuando de esto se hablaba poco, Fidel Castro ya decía que la crítica más objetiva (o no ideológica) al capitalismo es el hecho de no ser sustentable a mediano o largo plazo.

III

Señala Fernando Coronil que la globalización neoliberal esconde la presencia de Occidente y la continuidad de su dominación por medio de una racionalidad consumista y anticultural. Traslada así el centro rector del crimen de Europa y Occidente a «lo global», o sea que todos somos criminales.2 Hay por eso que extender la crítica del eurocentrismo al globocentrismo, ya que este no es más que un nuevo avatar del occidentalismo. Con la globalización, continúa sin mayores disfraces el sometimiento a lo no occidental, y el daño que se le causa no se atribuye ya a un país determinado y ni siquiera a una corporación, ya que todo es consecuencia de la misma economía de mercado, y no de un proyecto político deliberado. Occidente se disuelve así en el mercado para matar con guantes blancos, y además anónimos.
A estas «vanguardias» del progreso humano,  Sousa Santos opone lo que llama «teorías de retaguardia», que son no las de las elites que actúan en nombre de los pueblos sin conocerlos, sino las de quienes acompañen de cerca la labor de transformación de los movimientos sociales, pensando con ellos y no sobre ellos. Esas teorías de retaguardia son tanto intelectuales como emocionales; o sea, se hacen con los dos hemisferios cerebrales, y acercándose al método de la investigación-acción, que convierte en teoría la propia praxis. Para él, hay que pensar el Sur global desde adentro y desde abajo, como el mejor camino para alcanzar el socialismo del siglo XXI.3
El Sur global, aclara  Sousa Santos, no es un concepto geográfico, por más que la mayoría viva en el hemisferio sur. Es más bien una metáfora del sufrimiento humano causado por el capitalismo y el colonialismo a escala global, así como de la resistencia para superarlo y minimizarlo. Es por eso un Sur anticapitalista, anticolonial y antiimperialista. Este Sur existe también en el Norte global, en las poblaciones excluidas, silenciadas y marginadas, como los inmigrantes, desempleados, minorías étnicas o religiosas, las víctimas del sexismo, de la homofobia y el racismo. Hay asimismo un Norte global en los países del Sur, al que llama «el Sur Imperial».4
Esta barbarie a la que nos dejamos arrastrar por la globalización neoliberal está destruyendo las matrices culturales del área rural, por la expansión vertiginosa de las fronteras agrícolas, unida a un alarmante proceso de concentración de la tierra con miras a los cultivos de exportación, en detrimento de la soberanía alimentaria y de una perspectiva civilizatoria propia. A título de ejemplo, la población rural argentina representaba, en 1970, el 21.5 % del total. En el censo de 2001 había descendido 10.7 %, y los datos del censo de 2010 acusan otro importante descenso, lo que habla no solo de una falta de políticas serias de arraigo, sino más bien de un vaciamiento sistemático, al que se considera espontáneo y voluntario y no producido por el  avance sistemático sobre campesinos e indígenas legalmente desprotegidos. Entre 1969 y 2008 desaparecieron en Argentina 232,419 pequeñas y medianas explotaciones agropecuarias en el país, absorbidas por terratenientes que dicen representar al dios Progreso y beneficiar a los humildes por el efecto de derrame. De 2003 a 2010, la superficie sembrada de soja pasó de 13.7 millones de hectáreas a 18.6 millones, lo que representaba entonces el 61% de la superficie agrícola argentina. Lejos de disminuir, siguió creciendo, y hoy se proyecta expandirla. Esta economía sojera y agroexportadora exalta con entusiasmo sus logros, sin dedicar siquiera un responso a la tierra que degrada y envenena ni a los pobladores que expulsa. Hoy el l.3 % de los propietarios poseen el 43% de la tierra, y el 55 % de los arrendatarios rurales no son, como antes, campesinos que acceder a ella de este modo precario, sino de terratenientes que buscan expandir la producción de granos exportables. En Colombia, las transnacionales poseen más de 43 mil kilómetros cuadrados en concesiones, las que se extienden incluso en zonas protegidas. En Perú, los movimientos sociales señalan que casi el 70% de los bosques están en manos de las empresas extranjeras. Y no bien éstas llegan, las comunidades son hostigadas por grupos paramilitares. Los indígenas selváticos expulsados por las petroleras y otras expresas extractivas se extinguen, pues optan por no tener descendencia en esas condiciones de parias errantes. También los monocultivos que devastan los bosques naturales son etnocidas, al condenar a los antiguos pobladores a una vida nómada y la pérdida de su mundo simbólico.
Si pienso que estamos «con la soga al cuello» no es para quedarme con estas frías estadísticas ni caer en la crítica de la economía neoliberal, ya harto lapidada en el mundo entero. Lo que más duele, porque poco se nombra, es la demolición cultural que subyace bajo estos monocultivos bendecidos por Monsanto, pues al arrasar la fauna y la flora y expulsar a los antiguos pobladores, acaban con toda forma de cultura tradicional y hasta con los paisajes que tanto canta el folklore como señas de identidad. Hablar en esos desiertos simbólicos de diversidad cultural es un acto de humor negro. A ello cabe sumar la minería a cielo abierto, tan promovida por las grandes corporaciones y aceptada sin consulta previa a los pueblos por los gobiernos de la región, pues saben que estos, sentados sobre sus principios civilizatorios y una racionalidad elemental, prefieren el agua al oro, o sea, la vida al afán de lucro. Por cada gramo de oro, hay que volar cuatro toneladas de rocas, explosión que, además de destruir la montaña, y con ella el paisaje ancestral, libera minerales que al oxidarse contaminan el aire. Y esto sin contar los millones de litros de agua pura que, en esas alturas donde siempre fue escasa, consume dicho proceso, a los que contamina con arsénico y otros potentes venenos, y van a parar a los ríos, lagunas y napas profundas, sin reparar que en esos ámbitos se encuentran los últimos refugios de los pueblos originarios y el campesinado criollo que nos unen a la gran civilización andina y la América profunda. Con estas concesiones al gran capital especulativo, el Estado no recibe ni siquiera el dinero suficiente para reparar el daño ambiental ni atender a los cientos de miles de personas desplazadas en los últimos años, que migran a las ciudades, dejando atrás su vida comunitaria y memoria histórica. En Argentina, se calcula que serían unas 350 mil familias, y en Brasil, casi 900 mil. Las políticas sociales se financian con el mismo extractivismo intensivo que destruye la naturaleza y expulsa poblaciones de una gran tradición cultural, lo que parece un mefistofélico círculo vicioso. ¿No sería mejor arraigarlas en su propio territorio, potenciando una economía comunitaria y social, volcada a asegurar, antes que nada, nuestra plena soberanía alimentaria y no combustible al creciente parque automotor? A los expulsados, claro, se les puede dar una ayuda  económica, pero eso no hace más que convertir en mendigo a quien ha perdido su ser en el mundo. La inclusión social bien entendida debe comenzar por retener a los pueblos en sus territorios, con programas de desarrollo económico que aparejen a su vez el desarrollo cultural de sus matrices simbólicas.
Sí, otro mundo es posible, pero  debe ser posible para todos, y el precio del crecimiento no puede ser acabar con los mejores valores de la especie y con la identidad profunda de la región. La semilla de este mundo nuevo reside en el espíritu de la comunidad, y sobre todo en lo que llamo «tradicionalismo revolucionario», y no en los almacenes de Monsanto ni en las mineras que destruyen tanto el territorio físico y simbólico como la misma vida. Repito por eso que no basta con definirnos como latinoamericanos y luchar por el destino de la región y una sociedad más igualitaria, aunque esto es de por sí valioso y debemos defenderlo. La humanidad espera algo más de nosotros: que lo hagamos desde nuestra propia perspectiva civilizatoria, que condensa y actualiza los valores morales de la especie, tan traicionados por Occidente.
De poco sirve entonces pronunciarse por América latina si ello no se sustenta en una opción de este tipo, emergencia que no puede darse sobre un orden que privilegia al capital sobre el trabajo, fabrica pobres y excluidos y tiende alfombras a las transnacionales que arrasan el planeta y la diversidad cultural. De este modo, estamos retrocediendo dos siglos, a una sociedad americana que en el tiempo de la Independencia rechazaba a los europeos, tomando el poder en sus manos, pero veneraba su modelo civilizatorio como el único posible, negando todo lo propio. Si deseamos definir un modelo capaz de salvar al mundo, se debe empezar por respetar los derechos de la Naturaleza, convertidos ya en algunos países en un principio constitucional. Más que pronunciar exaltados discursos para expandir el consumo de bienes innecesarios, tendríamos que intentar un cambio cultural profundo, cimentado, no en él, sino en los valores de la especie humana, y que tome en cuenta la ya grave situación de la Tierra. Si bien resultaría caótico tratar de imponer a rajatabla un desarrollo sustentable en  un corto plazo, no hay ya tiempo para diferirlo para un futuro lejano: la transición hacia el uso racional y cultural del territorio y los “recursos” naturales (la naturaleza no puede ser vista solo en términos de recursos, porque esto es también propio del esquema occidental) debe empezar ya, pues de lo contrario el mundo nada puede esperar de nosotros, unos pueblos que invocan altos principios filosóficos y destruyen su ambiente con una saña que los mismos inventores de ese modelo se cuidan meticulosamente de ejercer sobre su suelo. En Argentina existirían hoy más de 600 proyectos mineros en marcha (en el 2003 eran sólo 40), en buena proporción a cielo abierto, que producen unos 40 mil empleos (o sea, el 0.24% de la población económicamente activa), lo que representa en total el 2.55% de las exportaciones del país. Cabe preguntarse si tan magros porcentajes justifican la abolición del paisaje, la destrucción territorial, cultural y social de la que venimos hablando. El mero hecho de que esto ocurra sin dar lugar a grandes debates, habla del muy escaso lugar que ocupa la cultura en las altas decisiones de Estado, y del predominio de un materialismo positivista al que la izquierda no fue nunca inmune.
Evo Morales aclara que el buen vivir consagrado por la Constitución de Bolivia no es vivir mejor. Quien explota a otro, lo somete y lo despoja de sus tierras podrá con ello vivir mejor, o consumir más, pero eso no es vivir bien, como expresión civilizatoria. Tampoco atentar contra la naturaleza y sus derechos es vivir bien. La vía socialista se presenta así como la única posibilidad de preservar las culturas ancestrales y alcanzar una racionalidad ambiental que asegure una tierra más o menos limpia y habitable a nuestros descendientes. Los movimientos indígenas identifican hoy con un socialismo de cuño humanitario los viejos principios de sus comunidades, que inspiraron a Louis Baudin y otros precursores del socialismo. Observan asimismo que con la pérdida de la biodiversidad y el equilibrio ecológico de sus territorios se pierden los valores comunitarios y se diluyen sus matrices culturales. Es hora por eso de naturalizar al ser humano y humanizar a la naturaleza, apartándonos así del pensamiento occidental.
Quienes propugnan este desarrollismo ecocida tildan a quienes se oponen de enemigos de la industrialización y los avances tecnológicos, pero esto es una falacia. García Linera admite que hay una tensión entre industrializar y vivir bien, pero se debe buscar siempre el punto de equilibrio que permita el vivir bien de los actuales habitantes, y a la vez preserve la naturaleza para las siguientes generaciones.5 Francia y Alemania son países altamente industrializados, pero llegaron a esto sin destruir su naturaleza ni arrasar el paisaje cultural. Lo mismo se puede decir de muchos otros países desarrollados. Este nuevo imperativo moral nos pide obrar de tal manera que los efectos de nuestra acción no destruyan la posibilidad futura de la vida. Esto, además, constituye un principio de racionalidad ambiental básica, pues la Tierra está ya cansada de nosotros, y de seguir todo así no tardará  en borrar a la especie humana de su superficie para recomponer sus tejidos.
Me congratula hallar en Zaffaroni un fuerte apoyo filosófico y jurídico a esta posición, en tanto integrante de la Corte Suprema de Justicia de la Nación. En el libro La Pachamama y el humano, afirma que vivimos oprimidos bajo un paradigma de civilización que nos exiló de la comunidad de vida, que se relaciona con la naturaleza mediante violencia y nos hace perder la reverencia ante la sacralidad de la vida y el universo.6  Nos recuerda que para Kant, el hombre no sólo tiene el derecho de dominar a la naturaleza, sino también el deber de hacerlo, como una forma de coronar la obra humana. En respuesta a ello, las constituciones elevan hoy a la condición de derecho humano esencial el contar con un ambiente sano y habitable. El contrato de UNASUR reconoce como uno de sus principios básicos avanzar hacia un desarrollo sustentable.
Hoy la ecología profunda propone ampliar la idea de sujeto a los no humanos, así como la necesidad de celebrar un contrato con la naturaleza, semejante al contrato social. Porque no todo lo no humano es para el humano, y no es la cultura la que declaró esta guerra suicida a la naturaleza, sino tan solo una cultura, subraya Osvaldo Bayer en el prólogo a la obra de Zaffaroni7, la que por su brutalidad y poder bélico nos sumió en esta nueva barbarie, que avanza resueltamente, como un despreocupado heraldo del Apocalipsis.

NOTAS
1 Boaventura de  Sousa Santos, ob. cit., p. 76.
2 Cf. Fernando Coronil, «Naturaleza del poscolonialismo: del eurocentrismo al globocentrismo», en La colonialidad del saber: eurocentrismo y ciencias sociales. Perspectivas
latinoamericanas, ob. cit., p. 90.
3 Boaventura de Sousa Santos, ob. cit., pp. 14-17.
4 Ibídem, p. 49.
5 Abya Yala. Una visión indígena, p. 221 ¿/
6 Cf. Eugenio Raúl Zaffaroni, La Pachamama y el humano, Buenos Aires, Ediciones Colihue, 2012: p. 87-88.
7 Ibidem; p. 17

Fuente: colaboración especial del autor, desde Argentina.r

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